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Un mes se ha cumplido desde que inicié mi confinamiento. En 10 días no he cruzado la puerta que da a la calle. Creo que esa es la medida para mí: una sola salida para compras básicas cada 10 días. Sin tocar a nadie, sin hablar con nadie, sin reír con nadie, ni demorarme allá afuera. Aquí la gente ya empieza a tomarse en serio la pandemia; temo que demasiado tarde. La ciudad de Puebla, a tres horas de aquí, es una bomba de tiempo; ojalá hayas decidido quedarte en Mante, Felipe, y que los tuyos tengan lo necesario para resistir. Otras ciudades grandes no están en mejor situación.
Hoy le obsequié mis gafas de pintor a una amiga. Mejor eso que las que el gobierno no le ha hecho llegar. Nos vimos a través del cristal de una ventana, con el cariño cómplice que nos caracteriza. Su voz y la sonrisa que se le adivinaba detrás de la mascarilla ha sido una de mis pocas alegrías humano-presenciales en treinta y tantos días. Me aseguré de que pudiera tomar el paquete desinfectado a través de una rendija en otra ventana. Le vienen días complicados en el hospital donde labora.
Sigo trabajando a distancia, aunque sin ingresos todavía desde mediados de marzo. Apoyando a un cliente con un antiguo proyecto, tal vez lo más seguro que tengo en este momento, sin que sea una certeza. Mi local de coworking es ahora sólo mi hogar, porque no es una actividad esencial y francamente ya no siento que me pese deber cuatro meses de alquiler. Tal vez me estoy volviendo irresponsable; o tal vez estoy valorando lo que más importa en la vida. Sigo pagando a mi único empleado, aunque el chico no venga a trabajar; lo seguiré haciendo mientras pueda, y él sabe que mi bolsillo se vacía.
Cada vez menos personas creen que el gobierno sepa realmente lo que hace. Probablemente nadie en este país tenga la capacidad de dimensionar el alance sanitario, social y económico del virus.
Pasa de la media noche. Gracias por permitirme el desahogo. Me iré a descansar.
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