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[Al González] Al González is offline
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Al González Es un diamante en brutoAl González Es un diamante en brutoAl González Es un diamante en brutoAl González Es un diamante en bruto
Smile Extracto de mi libro

¡Hola a todos!

Quiero hacerles el siguiente regalo. Es un pequeño extracto de mi libro, el cual espero sea de su agrado. Se aceptan críticas .

Cita:
"...El lunes siguiente el abuelo de Liliana dejó de sufrir. Aquel suceso fue un verdadero alivio para todos. Verlo dentro de la caja mortuoria fue sumamente conmovedor para los que habíamos tenido la suerte de horrorizarnos, ya fuera lenta o repentinamente, con su previo estado de miserable supervivencia. Ahora veíamos el rostro sereno de un hombre, un simpático anciano de cabellos blancos, que para nada se podía relacionar con la espantosa imagen sanguinaria de dos noches atrás; cuando aún vivo se retorcía sobre una sombría cama de hospital, pidiendo a gritos afónicos delatores de las venas del cuello que no le tocasen más los restos amorfos de sus genitales, que no tirasen ni un milímetro más de la maldita sonda urinaria que le penetraba el cuerpo sin piedad a través de uno de los orificios anormales aflorados en el área cancerígena. Aquel sábado me había convencido de lo humana, de lo racional y sensata que es la eutanasia. Pero la decisión de ese proceder no estuvo en mi, si siquiera tuve el valor de sugerirlo. Sin embargo, no creo que ningún hombre o mujer sobre la Tierra merezca sufrir de esa tormentosa manera si no hay siquiera una leve esperanza de recuperación, si por el contrario, los tratamientos médicos sólo ayudan a prolongar el crecimiento del mal y el paciente está viviendo ya un verdadero infierno.

Acompañé a Liliana en el velatorio durante un par de horas. Pero su mejor amiga, Toña, estuvo más cerca y más tiempo con ella; era comprensible. La sentí más distante que nunca, y es que nuestro virtual noviazgo había terminado. Además, pronto se graduaría y ya no necesitaría más de mis habilidades como programador. Al parecer mi misión estaba cumplida. Quizá ese largo viaje a través de la telaraña de una obsesión era para lograr que un anciano, en estado de injusta e irremediable vida terrenal, dejara el mundo y volviera a ser feliz. Tantos años que estuvo enclaustrado y muriendo a pedazos en la cama de un hospital, perdiendo su capacidad de razonar a medida que el dolor se extendía en el interior de su cráneo y se hacía más intenso, habían llegado a su fin. Tal vez cuando el abuelo de Liliana me vio, pensó dentro de sus limitadas posibilidades que aquel acomedido joven de 21 años era el prometido de su nieta preferida. Entonces no dudó en depositar su alma en el techo de la habitación un par de días después, ahí donde clavó su visión cuando la dicha le robó el pulso. La dicha de creer, tal vez, que Liliana sería feliz conmigo. Sólo tuve que acompañarla aquella noche de sábado, aplicar fomentos sobre el dorso de unas manos gastadas de buen hombre viejo, y dejarme ver de un lado de la cama mientras del otro una carita feliz sonreía. Tal vez esa conexión entre Liliana y yo a través de los brazos de su abuelo, fue lo que le dio a él la llave del Cielo. Quizá leyó nuestros pensamientos, o quizá sólo le bastó saber que en la Tierra había ya un hombre que amaba a aquella mujer incondicionalmente. A veces creo que efectivamente esa fue mi misión con ella, matar a su abuelo provocándole un bello y último pensamiento.

Días después Liliana comenzó su afición por los pinceles. Se registró en un taller de pintura con la motivación de aprender a expresarse a través del primer arte del ser humano. Su óleo inicial, un bello paraje boscoso atravesado por la pequeña cascada de un riachuelo animado, hubo de dedicármelo. Palabras más, palabras menos, escribió «Con todo mi afecto para mi amigo Alberto» en la parte posterior del lienzo. Nunca lo enmarqué, hacerlo me parecía una especie de sacrilegio. Quería conservar ese cuadro tal cual había sido entregado por las manos de la mujer que amaba. Pero fui restándole importancia, como nos suele suceder a los hombres con los objetos de poca practicidad, y hubo de permanecer varios años acumulando polvo y olvido sobre la puerta de mi habitación. Después lo coloqué en un mejor lugar, a la entrada de la humilde oficina que alquilé sobre la calle Segunda en 1999. Ahí donde conocí a Susy Ruiz, donde gocé y sufrí innumerables y novedosas vivencias, y donde mi negocio experimentó aquella efímera gloria de un contrato milagroso. Cuando abandoné ese lugar, a finales de 2001, decidí dejar el cuadro ahí, colgado a su suerte. Fue más que un acto simbólico, se trataba de desprenderme de una pesada capa de pasado, y de jugar a los dados con el destino, previendo una posible reaparición de la pintura en manos de algún coleccionista de historias.

Durante el cálido verano de 1996 asistí a la graduación escolar de la mujer que amaba sin razón, y quien cada día le agregaba un kilo más de indiferencia a mi presencia. Recuerdo que al final de la ceremonia me encontré con su padre entre la multitud. Después de saludarlo, un sentimiento de desaire mal concebido me hizo gastarle una pequeña broma:

—Señor, hay algo que quiero pedirle. La mano de Liliana.

—¡Caray! No me esperaba esto. Es que no se...mira, quizá es muy pronto para... —alcanzó a responder el señor Rodríguez, con el rostro empalidecido y la voz entrecortada. Pero más tardó él en terminar de hablar que yo en soltar un breve carcajeo.

El baile se llevó a cabo en el pomposo Club Campestre de Chihuahua. Logré armar un traje de última hora con el saco y los pantalones que me prestaron mi hermano Antonio y uno de mis amigos. La camisa surgió de forma similar. Aquella fue la segunda y última vez que utilicé saco y corbata. Hoy en día disfrutaría mucho volver a vestir con elegancia, pero en aquél entonces me parecían prendas de soberana hipocresía social. No obstante, se trataba de Liliana y por ella era capaz de hacer cualquier cosa, mientras la grieta de su apatía por mi no me despertara del sueño guajiro de volver a tenerla entre mis brazos.

El festejo fue un acontecimiento espeluznantemente refinado. Las paredes del salón lucían totalmente cubiertas por cortinas doradas, enormes cuadros, jarrones con flores y demás objetos ornamentales clásicos; ninguno que aludiera al siglo que transcurría. Una orquesta de músicos cincuentones se apostó al final de la estancia y tocó casi sin parar infinidad de valses, baladas rosas y algo de rock sesentero, de ese que se canta con hambre de vocabulario y en idioma local. El pantalón me quedaba ligeramente rabón y el lustre recién sacado a mis zapatos realzaba unos raspones que parecían mordidas de perro. Eso me causaba pena, así que para no llamar la atención permanecí la mayor parte del tiempo sentado frente a la mesa, en donde habríamos de cenar Liliana, algunos de sus familiares, sus mejores amigos y yo. La ubicación que tenían su silla y la mía me hacen recordar ahora la distancia entre las islas de Islandia y Sri Lanka. Mientras degustábamos aquellos platillos que nunca antes su servidor había probado, veía como ella se regocijaba con la gente a quien realmente quería sin dirigirme palabra alguna. Esos padres jóvenes y alegres, esos amigos tan afectuosos, esa aura de amor que la rodeaba hacían sentirme cada vez más pequeño e insignificante. Empecé a convertirme en el fantasma de la fiesta, y supe que pronto habría de abandonar el lugar.

Liliana se hizo tomar una fotografía al lado de cada uno de sus invitados, parándose junto a la silla del sonriente en turno. Esa fue la última vez que apoyó sus delicadas manos sobre mi ropa. Tuve la ocurrencia de bailar con su madre un par de piezas de rock and roll, sólo para darme cuenta que eso no ayudaba en nada a mi atormentado ánimo. Entonces simplemente me despedí amablemente y sin rodeos. Consideré que haber ido a esa fiesta había sido un grandísimo error. Quería regresar a casa y llorar solo. Salí del club, caminé varios kilómetros y tomé un taxi. Aún recuerdo aquella extraña pregunta que me hiciera el chofer cuando abordé el vehículo: «¿usted es doctor, verdad?».

Un mes después me presenté en casa de Liliana sin previo aviso y sin saber exactamente por qué. Su hermano René se encontraba afuera conversando con otra persona. Después de saludarlo, le pregunté:

—¿Se encuentra Liliana en casa?

—Si, ahí está con mamá, tócales la puerta —me contestó amablemente.

Cuando llamé a la puerta su madre abrió, pero a diferencia de muchas otras esta vez no me hizo pasar. Le di las buenas tardes y le pregunté por su hija. Me dijo que enseguida le hablaba retirándose de la entrada. A los pocos segundos volvió para decirme:

—Fíjate que no está Lili en casa, no se a dónde iría.

Entonces me aparté de la única salida de aquella morada, con un simple y enfático «gracias».

La obsesión fue diluyéndose en el tiempo, hasta desvanecerse por completo. Pero cuatro años después, gracias a un popular ranchero de nombre Vicente Fox quien más tarde se convertiría en Presidente de la República, Liliana y yo volveríamos a encontrarnos frente a frente para despertar una extraña y poderosa sensación en el interior de dos personas..."
¡Un abrazo a todos!

Al González.

Última edición por Al González fecha: 04-06-2005 a las 18:23:47.
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