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Jure Va por buen camino
Cool ... la primera clase de otro ...

MI PRIMERA CLASE DE SPINNING
Por Jaime Bayly


Estaba estirándome en la cama el domingo en la mañana cuando
Sandra me preguntó:


¿por qué no vienes al spinning conmigo? Había dormido bien y me
provocaba sudar un poco, así que decidí acompañarla. Ella me
advirtió que la clase sería fuerte para un principante como yo,
pero me reí en su cara y le dije que sería un paseíllo para mí.


-Tu clasecita de spinning me va a servir de calistenia antes de
hacer mi rutina en el gimnasio -le dije, y ella apenas sonrió.
Confiado en mi buena condición física, me puse ropa deportiva y
anteojos oscuros y, cargando una botella grande de agua, me
dirigí al gimnasio dispuesto a estrenarme en la moda universal
del spinning, un ejercicio que miles de mujeres y algunos
hombres, subidos en sus bicicletas estáticas y pedaleando
frenéticamente al ritmo de una música demencial, practican con
una especie de devoción religiosa y celo fanático. Esto lo tenía
muy claro antes de subirme a la bicicleta: el spinning no es un
ejercicio más, es una secta peligrosa a la que no cualquiera
puede pertenecer.


-Si te cansas y no puedes seguir, dejas de pedalear y te bajas
de la bicicleta -me dijo Sandra cuando entramos al gimnasio.


-No me hagas reír, por favor- le dije, con una sonrisa
arrogante. -Yo he jugado fútbol de chico, corro todos los días,
mis piernas están entrenadas, ¿tu crees que no voy a poder
montar bicicleta una horita?.


El profesor de spinning se llamaba Tony y era un muchacho
bajito, musculoso y saltarín, uno de esos gringos perfectamente
felices que todavía no se han enterado de que algún día se van a
morir. Le entregué mi ticket número 6 y me dijo que jalase mi
bicicleta y la colocase en algún lugar frente a él. La maldita
bicicleta pesaba una tonelada y no había cómo moverla de allí.
Estaba arrastrándome como un condenado para desplazarla cuando
alguien me hizo notar que debía levantarla y hacer girar sus
rueditas. Fue un buen consejo. Puse la bicicleta detrás de
todos, me subí a ella, respiré hondo y tranquilo y eché un
vistazo: seis jóvenes mujeres comenzaban a pedalear de espaldas
a mí, y todas eran guapas y llevan poca ropa deportiva,
especialmente una brasilera que había amanecido ese domingo con
la feliz idea de hacer bikini-spinning, lo que me permitía la
gozosa contemplación de su cuerpo y parte de su alma.


-Comenzamos bien el spinning- pensé, mirando las piernas
estupendas de la brasilera, pedaleando con pleno dominio de la
situación. Tony puso una música lenta tipo Enya para calentar,
aplaudió con entusiasmo, gritó frases de aliento que juzgué
exageradas e innecesarias y pidió que nos preparásemos para la
posición número uno. Como yo, a mis 35 años, sólo conocía una
posición para montar bicicleta, seguí pedaleando en mi posición
uno (y única). La música era suave, las chicas estaban lindas,
la brasilera montaba bici casi calata, Tony movía el cuello
distraído como si fuese bailarín de Ricky Martin y yo,
pedaleando seguro y ganador, pensaba:


-Me está gustando esto del spinning.

Entonces comenzó una canción algo violenta y la cosa se aceleró
bastante, pero mantuve todo bajo control. Una música afiebrada
invadió el gimnasio, sacudió los gigantescos espejos en los que
nos veíamos reflejados, alborotó a Tony y las chicas y nos lanzó
a pedalear como enloquecidos.


-Posición dos- gritó Tony, y como no le hice caso y seguí en mi
posición única, se bajó de su bicicleta, se acercó a mí con un
airecillo condescendiente y me dijo que la posición dos
consistía en montar bicicleta sin apoyar las posaderas, es decir
casi parado sobre los pedales. Obedecí sus instrucciones y
empecé a pedalear como lo hacían él y las chicas, y a partir de
ese momento mi vida cambió dramáticamente y para siempre. Si el
personaje de Conversación en la Catedral me preguntase:


-¿En qué momento se jodió tu vida?, tendría que decirle: -Cuando
pasé a la posición dos y pusieron la versión trance de American
Pie cantada por Madonna.


Porque así fue: apenas habían pasado diez minutos y ahora yo
pedaleaba de pie como si estuviese escalando el Himalaya en
bicicleta y mi esmirriado cuerpo de trabajador intelectual
empezaba a bañarse en sudor y la gorrita se me caía al piso (y
con ella mi orgullo) y Tony el instructor me gritaba que pasase
a la posición tres y que pedalease más rápido y yo con la mirada
clavada en el reloj sólo tenía un pensamiento acosándome,
flagelándome: ¿cuánto falta para que termine esta pesadilla?
Pero el reloj parecía detenido: juro que no se movía.
Entretanto, mi corazón saltaba, mis piernas se hamacaban, mi
optimismo caía al suelo en forma de sudor y el espejo me
devolvía la figura de un hombre que pedaleaba con tanta torpeza
como angustia, sabiendo que esa estúpida clase de spinning podía
acabar con su vida y sus más dulces ambiciones. Miré a Sandra:
sonreía fresquita desde su bicicleta, pedaleando a mil por hora
como toda una profesional.


Juré que no pararía de pedalear, aunque tuviesen que sacarme
muerto...


Mi orgullo estaba en juego. No permitiría que Tony y su secta de
fanáticas me humillasen. Pasé a la posición tres y empecé a
descargar mis últimas energías en esos pedales imposibles. Vi el
reloj. Sufrí entonces mi primer mareo: ¡faltaban cuarenta y
cinco minutos para terminar, y yo estaba a punto de desfallecer!


-Eso me pasa por no ir a misa -pensé, jadeando como un enfermo
terminal-. Voy a morir hoy domingo haciendo spinning. Pensé que
mirar a la brasilera semidesnuda me devolvería los bríos
perdidos, así que desvié la mirada hacia ella, pero gruesas
gotas de sudor caían sobre mis achinados ojos, nublando mi
visibilidad y empañando de paso mis lentes. Casi no podía ver.
Mi cara era un asco de sudor, una mueca agónica, la angustia del
que siente cerca el final.


Cuando se cumplió la primera media hora, el panorama era poco
alentador: no sólo sudaba a chorros, me temblaban las piernas,
mi corazón bailaba un mambo taquicárdico y yo no podía ver, sino
que además, para agravar las cosas, empecé a toser
convulsivamente, una incesante mucosidad comenzó a descender por
mis orificios nasales y noté un dolorcillo alarmante en la zona
baja posterior, allí donde descansaba mi humanidad en la
posición número uno.


Dicho de una manera más cruda: me dolía tanto el trasero que ya
no podía sentarme y sólo lograba pedalear en las posiciones dos
y tres, que desgraciadamente eran las más extenuantes. Tony
cometió entonces un grave error: acallando por un momento sus
chillidos de felicidad ciclística, bajó de su máquina, caminó
hacia mí y se permitió criticarme (con ánimo seguramente
constructivo). Me dijo que debía pedalear más rápido, no
apoyarme tanto en mis brazos y encorvar más la espalda para que
todo el peso de mi cuerpo recayese sobre mis estragadas piernas.
-Más rápido, más rápido -me gritó, sin advertir que estaba a
punto de desmayarme- Reconozco que perdí el control y pido
disculpas por ello. Tony no merecía que lo mirase con tanto odio
empozado y que le mentase la madre mentalmente. Tan turbia y
amenazadora fue mi mirada, que se marchó a su posición de líder
y dejó de mirarme.


-Si voy a morir haciendo spinning, al menos déjame que muera
pedaleando a mi ritmo, gringo malnacido -pensé, y ahora pido
disculpas por ello.


Tony se vengó porque puso unas canciones trance violentísimas,
vertiginosas -al lado de las cuales las del rapero Eminem
parecían baladas de amor- pero yo no me dejé intimidar y,
alentado por una mirada afectuosa de Sandra, empecé a dominar
las posiciones uno, dos y tres y sentí de pronto el inesperado
vigor de un segundo aire.


Pensé que lo peor había quedado atrás cuando súbitamente mi
pierna izquierda dejó de moverse, se trabó y, por mucho que
insistí en seguir pedaleando al ritmo de la música trans, mi
cuerpo se enzarzó en un nudo con los pedales porque, maldición,
los pasadores de mi zapatilla izquierda se habían enroscado con
la bicicleta y mi insistencia por seguir haciendo spinning
heroicamente provocó lo que ahora narro con dolor: mis
pasadores, mi zapatilla, el pesado armatoste de fierro y yo
mismo caímos al suelo húmedo de sudor. Como si nada hubiese
pasado, las lindas chicas siguieron pedaleando ensimismadas y
sólo Tony se acercó preocupado, me ayudó a levantarme, me dio
permiso para tomar agua (juro que me dio permiso para tomar
agua: por eso digo que el spinning es una secta peligrosa que
quiere apoderarse del mundo) y me preguntó si quería sentarme a
descansar.


-No -le dije, empapado en sudor, moqueando, los anteojos
empañados, sin una zapatilla-. Voy a seguir hasta el final. Y
así fue. Terminé mi primera clase de spinning sin dejar de
pedalear. Orgulloso, bajé de la bicicleta, respiré hondo y sentí
que la pesadilla había terminado.


-Ahora suban las piernas encima del timón y estírense -gritó
Tony, y yo lo miré con todo el odio del que fui capaz, y luego
me estiré malamente sobre ese charco de sudor en el que había
perdido mis mejores energías dominicales. Al salir, Sandra me
felicitó y me preguntó si quería hacer unos abdominales. No le
respondí. Ha pasado una semana y todavía no le hablo. Tampoco
puedo sentarme: por eso escribo estas líneas parado.


....
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